Animales disecados by Juan Carlos Gozzer

Animales disecados by Juan Carlos Gozzer

autor:Juan Carlos Gozzer
La lengua: eng
Format: epub
editor: Punto de Vista
publicado: 2016-02-09T00:00:00+00:00


Veintidós

El secreto, solía repetirse, está en hacerlo rápido pero sin prisa. Calculando cada movimiento y, como en el ajedrez, previendo las jugadas del adversario. Y si bien en el último trabajo había cometido torpezas de principiante, Antonio Misas sabía que esta era la partida definitiva y no podía fallar, a pesar de lo improvisado que parecía todo.

Se levantó muy pronto, antes mismo del amanecer. Se sentía eufórico de poder entrar en acción de nuevo tras la espera silenciosa a la que se sometió todo el domingo, dejando al adversario la iniciativa de los movimientos. Había llegado el momento definitivo de lanzarse al epílogo de la partida.

Intentó hacer el menor ruido posible en la ducha. Se aseó y se vistió allí mismo con su traje negro y su camisa blanca impecable guiado por una superstición extraña que jamás admitiría. Se miró al espejo y nunca se había visto tan vivo, como si tuviera la corazonada de que, en verdad, todo saldría bien y su añorada vida de persona normal estaba al alcance de los dedos.

Cuando salió del baño, ya la señora de acento inequívocamente colombiano y antioqueño estaba en la cocina preparando café y asando una arepa. Consciente de que sería inútil evitarla, le dio los buenos días desde el salón.

—¡No mijo! ¡No te podés ir así sin desayunar! Vení, pues, y sentate que esto ya esta listo —le ordenó la mujer sin dejar espacio a la discusión.

Por más que odiara aquel piso sin gracia ni lujos de Getafe, Antonio apreciaba la buena voluntad de la mujer y, obedeciendo, se acercó a la cocina y se acomodó sobre un taburete viejo junto al refrigerador. Aún tenía tiempo para un buen desayuno que le ayudara enfrentar el día que tenía por delante.

La señora de acento inequívocamente colombiano y antioqueño vestía una bata roída de lo que algún día fue un color rosa y tenía el pelo recogido con un gancho burdo que dejaba entrever las raíces negras y grises de su pelo tinturado. Arrastrando unas chancletas de plástico gastado, la mujer se movía con destreza a pesar de acusar ya los años del destierro. Sirvió el café endulzado con panela en una taza ordinaria que tenía el asa rota y sobre un plato de porcelana barata puso la fina arepa antioqueña, con sus bordes dorados, junto a un trozo de mantequilla y un poco de sal.

Al girarse, vio a Antonio sentado sobre el taburete, recién bañado y vestido con su camisa blanca inmaculada, que la señora no recordaba haber planchado en ningún momento.

—¡Uuuy, pero como está de papacito, mijo! ¿Y dónde es la fiesta, pues? No, que vergüenza yo aquí con estas fachas y usted todo buenmozo —le dijo mientras le acercaba el café.

—Lo que pasa es que ya me toca irme y usted sabe que lo mejor es ir así como pintoso. Como dicen por ahí, uno nunca sabe para quién se baña —le respondió Antonio tratando de usar las palabras más informales que recordaba.

—¡Ay que tristeza, pues, que se me



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